Lavo una taza en el lavaplatos. Cae el agua sin propósitos y yo con total tranquilidad la froto con una esponja para sacar las huellas de un té que permaneció mucho tiempo en ella, marcándola para siempre, como tatuándola.
Realizo esta actividad con excesiva parsimonia, no tengo apuro alguno. Descubro que me gusta realizar este ejercicio cuyo único sentido es mi deseo por recuperar la virginidad de los objetos, o quizás es la pretensión de querer borrarlo todo que no me abandona.
Hago esto de lunes a viernes en la mañana y después de almuerzo. De momento he decidido dejar a un lado la vida normal y dedicarme sólo a escribir cuentos en un blog, un relato para un concurso de relatos, tomar té verde con limón por las mañanas, y un café por las tardes. Lo hago encerrado en el departamento que comparto con N, mi futura esposa. Ella me apoya en este afán, aunque eso signifique prolongar mi cesantía un par de meses. Creo que al igual que a mi le divierte que yo juegue un juego que desconozco por completo: ser escritor de algo o de alguien. Desconozco ese juego porque nunca he sido un ávido lector, y más encima estudié ingeniería.
Quiero jugar a que soy un escritor, para emborracharme y fumar mucha marihuana, porque pienso que es eso lo que más hacen los escritores.
Mi primera lección literaria la encontré el otro día en una página del libro “2.666” escrito por Don Roberto:
“Hans Reiter dijo que no sabía cuál era la diferencia entre un buen libro ditivo (divulgativo) y un buen libro lirario (literario). Halder le dijo que la diferencia consistía en la belleza, en la belleza de la historia que se contaba y en la belleza de las palabras con que se contaba esa historia.”
Estudié ingeniería industrial. Pensé en la ducha el otro día que mi propósito fue estudiar ingeniería, pero nunca fue ejercerla. No me gusta. Estoy cesante precisamente porque no me gusta, y también porque creé mi propia empresa y la quebré en tan sólo 3 años. No me importa sentir que fracasé. Tampoco me importa que el banco me busque porque le adeudo 50 millones de pesos. No me importa porque la persecución de la empresa de cobranzas es el mejor pretexto para vivir encerrado escribiendo.
Y escribo. Mejor dicho tan sólo ensayo formas, puntuaciones, letras, frases, juicios y prejuicios. Me acompaño con música variada, de preferencia nacional. Si pongo Keko Yoma escribo textos que después me encargo de borrar para siempre porque me dan vergüenza. Si suena Chinoy entonces escribo cosas para N, que habitualmente son copias o plagios de la letra de las mismas canciones, así pasó por ejemplo con extractos de Klara y Vamos los dos. Si escucho Manuel García escribo cosas medio llorando, al igual que cuando escucho Ismael Serrano. Pero si escucho Chico Trujillo dejo de escribir y me tomó una piscola en el balcón de mi departamento, mientras me distrae la lentitud con que el sol se esconde tras la cordillera de la costa.
Ayer terminé mi primer cuento. No lo entiendo aún, pero me gusta como se ve, me gustan sus imágenes. Me da risa. Como diría alguien que canta, dice así:
Una paloma posa sus patas sobre un charco de agua. La imagen entonces comienza a desfigurarse, como un espejo que se derrite paulatinamente. Ella -la paloma- no se da cuenta de nada, no puede darse cuenta de nada porque no sabe lo que es desfigurarse, tampoco lo que es un espejo, y mucho menos lo que es derretirse. Es mejor que no lo sepa.
Sobre ella en una rama gruesa un zorzal mira hacia un lado y otro, con una frecuencia matemática, si se mueve el segundero se mueve su cabeza. Izquierda y derecha. Derecha e izquierda. No hace nada, no pretende nada. Un adulto medio ebrio lo queda mirando detenidamente y se pregunta: "¿dónde se para el cronómetro de la vida?". Un niño curioso le dice a su papá que el pájaro está vigilando para proteger a sus hijos o tal vez está buscando a su hijo perdido. Entonces el zorzal hace caca, e invade con el acto el charco de la paloma, quien a pesar de percatarse de que algo ha caído muy cerca de ella no se inmuta, no reclama, ni mira desafiante a nadie. Al contrario, su actitud es como la de quien está perdido.
El niño agarra una piedra y la lanza en dirección al zorzal, no advierte que si no da en el blanco la piedra irá a caer en la cabeza o en la mano o en la guitarra de un grupo de jóvenes que cantan a Víctor Jara muy cerca del árbol en que el zorzal hace un momento tuvo el loco afán de hacer caca.
Y entonces un perro aparece repentinamente y muerde a la paloma por el cuello. Sale corriendo con ella colgando de su hocico. Agonizando por cierto, y salpicando sangre al paso del viento. El niño queda asombrado y se pone a llorar, mientras uno de los muchachos busca al responsable de que una piedra haya roto la última botella de cerveza que le quedaba.
El zorzal vuela, y vuela, y vuela libre e ileso. La tierra es un azar, una selva.
Tengo la duda de cuál personaje soy yo. Creo que soy el zorzal o la paloma que muere. Me gusta más el zorzal porque se fuga ileso de la escena.
Me divierte este juego. Me alucina realizar este ejercicio cuyo único sentido es mi deseo por recuperar la virginidad de los objetos, o quizás es la pretensión de querer borrarlo todo que no me abandona.
Decisión: voy a dejar la ingeniería para ser escritor. Voy a fugarme.
Voy a escribir para borrar. Jugaré a ser el escritor que escribe para borrar. Un escritor cesante.