Ve entrar el metro en la estación, y al mismo tiempo observa la cara de las personas que con un evidente ánimo de resignación van camino al trabajo, igual que él.
Los vagones pasan a su lado totalmente repletos. Imagina por un momento un camión de carga de animales. Se ríe y se preocupa. ¿Y ahora cómo cresta me subo? se pregunta, sin pronunciar una palabra.
Antes de que el tren se detenga decide no subirse, cree que es mejor esperar el siguiente. Decide también caminar hacia el final del andén donde advierte que hay menos pasajeros esperando. Entonces comienza el tránsito hasta el punto preciso en que se ubica siempre el último vagón. Mientras camina, con pausa, sintiendo el ambiente, adivinando historias, las puertas se abren y las personas se esfuerzan para bajar. Se bajan tres o a veces cuatro: son jóvenes, mujeres, señoras, hombres, niños, caballeros. Lo curioso es que parece que quienes salen no ocupan espacio, pues los carros siguen igual de llenos, las personas en la orilla, bajo el marco de la puerta, no se mueven hacia el interior. Quienes esperan su turno afuera, piden un lugar, piden desde luego un poco respeto, o algo más parecido a la consideración, pues llegar tarde al trabajo de manera recurrente puede ser causal de despido. Los del vagón no los miran a los ojos, y tampoco les dicen algo.
Por mientras él camina, y observa como quien mira la jaula de los monos en el zoológico. Aprovecha el recorrido para guardar la billetera en el interior de su bolso que tiene un compartimento especialmente diseñado para este fin. Es un pequeño bolsillo secreto. Además saca sus audífonos y los conecta a su iPhone.
El tren cierra las puertas y se va. Muchos pasajeros se quedan en el andén esperando un nuevo carro. Las personas siempre esperan su oportunidad con derrota. El metro de Santiago es sólo para perseverantes y resilientes, o para violentos e irrespetuosos estresados.
El protagonista de esta historia llega al lugar donde piensa que tendrá mejores posibilidades. Ha caminado con sigilo, porque no quiere que lo imiten. No quiere que los demás adviertan lo que ha descubierto con mucha observación los últimos meses: los pasajeros que esperan el metro se aglomeran en el centro del andén y no caminan hacia los extremos. Imagina que es posible que le tengan miedo a los extremos.
Un nuevo tren asoma sus luces amarillentas y gastadas en medio del túnel. Está próximo a entrar en la estación Salvador. Por mientras ocurre esto él escucha una canción de Chinoy con la que identifica la escena que protagoniza. Carne de Gallina. Le gusta particularmente la parte que dice:
"El viajero matutino / que avanza como cangrejo / que pisa sobre lo viejo / para desviar el camino"
El tren se detiene y esta vez la suerte está de su lado, el último vagón lleva un lugar en el que puede entrar ajustado. Calcula con precisión la distancia entre su posición y el camino por el que la puerta se cierra. Se enciende la pequeña luz roja que está justo sobre él, comienza a sonar un pitido agudo y se escucha en el altoparlante del vagón el anuncio de todos los días, en una voz metálica y robótica: "se inicia el cierre de puertas". Una vez que se ha cerrado se da cuenta que no tiene un punto de apoyo. Busca entonces en la geometría de la puerta alguna forma, algún detalle en el volumen, que le permita afirmarse para hacer frente a la inercia de una posible frenada brusca. No encuentra un buen punto y se refugia en la fuerza de sus pies, con los que piensa puede evitar abalanzarse sobre la mujer que está sobre su derecha.
El aire al interior del vagón es denso. El calor es sofocante, y a ratos siente una ráfaga de mal aliento de alguno de los pasajeros que le acompañan. Roza y lo rozan. Se mueve con extremo cuidado, sabe que un movimiento torpe puede provocar un golpe, y un golpe mínimo en ese contexto puede desencadenar con facilidad una riña mayor o bien un ir y venir de insultos gratuitos.
Con lentitud el tren se pone en movimiento. Las personas que no han tenido suerte se quedan en el andén esperando que el futuro sea más considerado, mientras él las ve quedarse atrás, como despidiéndose. Los imagina como extras de una teleserie o una película. Extras de su propia vida.
Él ya no se inmuta, es algo por lo que pasa todos los días. Se deja llevar, mientras sigue escuchando música, y espiando a los demás pasajeros en el reflejo de la puerta.
Su destino es la estación Tobalaba.