En el fondo no hay nada -piensa mientras se mira fijo a los ojos frente al espejo. Comienza a retroceder, a tomar distancia de sí mismo, a mirarse de cuerpo entero en el reflejo que cada vez queda centímetros más adelante.
El living de su casa no existe, tiene solo esa gruesa lámina de cristal enmarcada y pegada en la pared. El piso flotante está opaco, cada paso que da en su ejercicio de tomar distancia de sí mismo deja una huella tatuada sobre una delgada, pero visible, capa de polvo. El salón luce cubierto por un manto de sombra que abarca cada rincón sin misericordia, las paredes blancas aparentan un color gris claro, y la luz del día parece observar con timidez la escena desde la ventana.
Está desnudo. Lo que se dice completamente desnudo. Primera vez, en sesenta y cinco años, que padece un sentimiento de desamparo que le araña hasta la yema de los dedos. Perplejo ante la vida, hace ya tres semanas que no sale a la calle. Lleva encima dos semanas enteras sin vestirse, sin ducharse ni afeitarse. Hace tres días que sólo toma agua. Y hoy en la mañana acabó el último rollo de papel higiénico.
Transita lento, pero esta vez no va seguro. Como tanteando cada paso, retrocede esperando sentir de pronto el frío metálico de la pared de concreto sobre su espalda, siempre mirándose de frente.
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