Sí, estoy seguro que era Arturo Belano. Caminábamos los tres por la orilla de uno de los canales que conectan Camden Town con la Little Venice, Regent’s Canal, en Londres. Íbamos cantando una canción latinoamericana, algo de Carlos Vives. Cantábamos y saltábamos como salvajes, como desconectados del lugar y de nosotros. Rimbaud cantaba muy bien en español, era sorprendente que supiera esa canción de ritmos hechos para la cadera.
No sé por qué razón era Belano y no Bolaño. Tenía la cara de Bolaño, sí, pero le decíamos Arturo Belano. Con Rimbaud jugábamos ironizando, molestándolo por sus ansias ridículas de buscar a una poeta perdida en el norte de México.
Habíamos estado bebiendo toda la tarde en la casa que Rimbaud arrendaba en Londres. Mucha cerveza. Todo comenzó a eso de las cuatro de la tarde. Belano quería advertirnos que no tenía más alternativa que cambiarse de bando, de la poesía a la prosa. Nos dijo con un evidente pesar que la vida capitalista no le dejaba opción. Rimbaud le dijo que hacía lo correcto, porque a su parecer tenía completamente más dedos para la prosa que para la poesía, aunque el mejor cambio sería dejar la literatura e irse en busca de la fortuna errando por Europa, porque al final del día -proseguía- la literatura era una mierda, llena de dinosaurios envidiosos que escriben para aumentar su ego, para aplaudirse entre ellos, para repartirse los premios.
Belano asintió y le dio la razón a Rimbaud, citando como ejemplo a Octavio Paz, a Neruda y a la Real Academia Española. Pero luego dijo que también había resistencia y próceres por los que continuar en la literatura batallando desde alguna trinchera. Citó entonces en primerísimo lugar a Mario Santiago, Nicanor Parra y Enrique Lihn, luego a Bioy Casares y Borges, y finalmente una lista casi interminable de poetas franceses. En esta última parte corrió el riesgo de que Rimbaud le tirara un vaso de cerveza en la cara, pero eso no pasó. Yo no estuve de acuerdo con ninguno de los dos, pero no quise decirlo porque mi universo literario era tan nada comparado con el de ellos, que sentí vergüenza de decir una barbaridad. Preferí no correr el riesgo, y solo atiné a citar un verso de una canción, les dije: se hunden en su propio orgullo par de hueones amargados, como dice La Vela Puerca “todo vale la pena, si te hace reír”. Se produjo un silencio, se miraron entre ellos, luego voltearon su cabeza para mirarme con cara de what!?, volvieron a mirarse y entonces estallaron las carcajadas, como una tromba de tambores.
Estábamos sentados en el living. Una mesa de centro armada por cajones de tomates dispuestos en posición vertical, y sobre ellos, perpendicularmente una tabla mal cortada, de bordes carcomidos. Una madera de color café claro, con abundantes manchas de vino y té en la superficie. Además habían dos sillones añejos, deshilachados, con agujeros por doquier, color azul marino. Las murallas eran de color celeste, con abundantes huellas de humedad, sobre todo en las partes más altas, en las cercanías de los rincones. Trizaduras que no supe distinguir si eran superficiales, sobre la tela de pintura vieja, o bien estructurales sobre el concreto que sostenía la antigua casa. No había un cuadro. El espacio era frío, y se dejaba sentir con insistencia en las partes descubiertas del cuerpo.
A eso de las ocho de la tarde Rimbaud se levantó de su lugar, y con paso tambaleante se dirigió a la cocina. Regresó a los minutos, con un hilillo de vómito en la comisura de sus labios, y una botella de Whisky en su mano izquierda. Se paró frente a nosotros, frente al sillón que compartíamos con Belano. Con un continuo vaivén, alzo la botella y mirándonos a los ojos dijo, gritando, en francés: “santé à cette putain de vie”. Yo me reí, no pude evitarlo. Rimbaud, ebrio como puta, tomó un sorbo largo y, acto seguido, enojado –creo- me escupió el whisky amargo sobre la cabeza. No alcancé a cubrirme. Él se rió luego, con los ojos medios llorosos se reía y gritaba cosas en francés. Belano miraba incrédulo. Estábamos los tres borrachos, pero Rimbaud por lejos estaba más ebrio que nosotros. Yo sentí rabia, pero me contuve. Me levanté y me dirigí al baño. Me limpié la ropa, me mojé la cara, y volví al living.
Como dije, caminábamos por la orilla del Regent’s Canal en dirección al Regent’s Park, uno de los parques más lindos y grandes de toda Londres. Eran las tres de la mañana. Cantábamos y saltábamos. Rimbaud cantaba bien en español. Belano también saltaba, con energía, con la misma energía con que a veces irrumpía en recitales de poesía en la ciudad de México, en el Zócalo, y gritaba interrumpiendo, en contra de Octavio Paz, en contra de todos los que pensaban distinto a él. Belano se esforzaba por pensar distinto, para disentir, discrepar de todos a su alrededor. Recuerdo esa vez que me dijo, muy serio, que no se decía anarquista solo porque en el acto comenzaría a discrepar del anarquismo, que ante cualquier cosa que en un grupo humano fuera aceptada unánimemente, él sentía un impulso a contrariarlo.
- Paren –dijo Rimbaud. Voy a recitarles un verso.
“He creado todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. He tratado de inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevos idiomas. Creí adquirir poderes sobrenaturales. ¡Y bien! ¡debo enterrar mi imaginación y mis recuerdos! ¡Bella gloria de artista y de narrador perdida!”
Belano aplaudió. ¡Bravo! ¡Bravo! gritó mientras golpeaba sus palmas. Yo lo seguí con los aplausos.
- Ahora yo –dijo Belano.
“Hay dos cosas que me resultarían maravillosas. Una es perder la memoria. Y la otra los años, para volver a empezar.”
- ¿Volver a empezar qué? –pregunté.
- No sé. Tal vez a vivir, tal vez a escribir. No lo sé bien -dijo Belano.
Rimbaud me miró. ¿Y tú? –me dijo. Vas a recitar alguna mierda.
“He descubierto en mí una inclinación a prever las consecuencias malas, exclusivamente. Se ha formado en los últimos tres o cuatro años; no es casual; es molesta.”
- Pero esa huevá no es tuya, es de Bioy. La invención de Morel. Maldito ladrón! –dijo Belano. Yo también la subrayé, me aprendí esa novela casi de memoria.
Ya amanecía, estábamos los tres tirados en el pasto, en el Regent’s Park. Belano y Rimbaud dormían abrazados, con sus piernas entrecruzadas, como dos amantes. Yo los miraba. Les tomé una foto, y la subí a Instagram.
Cuando esa mañana le conté el sueño a mi terapeuta, sólo atinó a reírse. Al terminar la sesión me dijo que dejara de leer por unas semanas. Que me relajara.
Yo no le hice caso. No le voy a hacer caso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario