En el fondo no hay nada -piensa mientras se mira a los ojos frente al espejo. Comienza a retroceder, a tomar distancia de sí mismo, a mirarse de cuerpo entero en el reflejo que cada vez queda centímetros más adelante.
El living de su casa tiene solo esa gruesa lámina de cristal enmarcada y pegada en la pared. El piso flotante está opaco, con cada paso que da en su ejercicio de tomar distancia de sí mismo deja una huella tatuada sobre una delgada, pero visible, capa de polvo. El salón luce cubierto por un manto de sombra que abarca cada rincón sin misericordia, las paredes blancas aparentan un color gris claro, y la luz del día parece observar con timidez la escena desde la ventana.
Está completamente desnudo. Primera vez, en sesenta y cinco años, que padece un sentimiento de desamparo que le araña hasta la yema de los dedos. Perplejo ante la vida, lleva tres semanas sin salir a la calle. Dos sin vestirse, ducharse ni afeitarse. Hace tres días que sólo toma agua. Y hoy en la mañana acabó el último rollo de papel higiénico.
Transita lento, pero esta vez no va seguro. Como tanteando cada paso, retrocede esperando sentir de pronto el frío metálico de la pared de concreto sobre su espalda, siempre mirándose de frente.
En su cabeza, al compás de sus pasos temerosos, suenan una a una las Gnossiennes de Erik Satie. Imagina al artista de la melancolía con su piano, en cuya cubierta está pintado, con borrones y manchas de vino, La Persistencia de la Memoria, de Salvador Dalí. Lo ve sentado frente a un ventanal muy grande que da al mar, y junto al sonido de cada nota, una cortina de agua cae rompiendo la tierra, y al tiempo que Satie desnuda la música de una pena punzante, mira el horizonte con desolación, con la mirada fija en nada, con la mente en blanco y su cuerpo sufriendo.
La muralla es un témpano que toca su piel y la quema. Suspira corto, le duele el hielo que hace crujir su columna vertebral. Dos lágrimas opacas, silenciosas, comienzan a deslizarse con personalidad, sin pudor, sobre sus mejillas pálidas. Y entonces deja caer su cuerpo lentamente por el roce de su espalda con la pared, hasta quedar sentado sobre el suelo. Cae arañándose la piel, dejando un rastro sanguinolento que dibuja en la muralla una cascada desfigurada. Hace todo esto sin mover la vista del espejo, observando al revés las manchas de sangre, observando su cuerpo flácido como un bulto que lentamente se adapta a su base, mirando cómo cada extremidad acomoda su presencia en el piso, siguiendo el aterrizaje de sus testículos canosos en el polvo frío de la madera.
Paralizado, como una pieza de carne inanimada, que no puede inmutarse, incapaz de manifestar emoción alguna. Pareciera que su rostro en cualquier instante se desprende trozo a trozo de su cuerpo, como gotas de lava, cayendo derretido al suelo. De pronto el espejo explota, y millones de filamentos de vidrio salen disparados por toda la habitación, el sonido es como una lluvia que azota el parquet de un apartamento sin techo en Paris. Algunos cortes de vidrio se entierran en su cuerpo, derramando flujos de sangre sobre sus brazos, piernas y abdomen.
Lentamente se hace de noche, nubes grises ocultan los últimos rayos de sol, y el cerro Santa Lucía se torna más opaco, más lúgubre.
Cuando está cabeceando, muy próximo a caer rendido y dormido, unas llaves anuncian el forcejeo de una persona con la manilla de la puerta. Él gira la cabeza, con un movimiento parsimonioso, sin ánimo de enterarse, casi por intuición. La puerta se abre, y alguien del otro lado demora el instante. Él no tiene fe, no piensa en nada, no aventura siquiera una hipótesis sobre la identidad del invitado. Entonces ella empuja la puerta con violencia. La muralla acusa el golpe, la manilla se hunde y atrapa la puerta impidiendo el rebote. Ella está ahí. Está ahí de vuelta con el pelo tomado, jeans y una camisa a cuadros. El corazón de él se acelera, sus ojos no son expresivos, pero sus mejillas le ayudan a dibujar una sonrisa lenta y poco enfática.
Te amo, le dice ella. Te amo, y aquí me voy a quedar.
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