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"La plazoleta indigna se me vino a la cabeza cuando el gobierno le dio el sí a la idea de bautizar el Estadio Nacional con el nombre del finado Julio Martínez, luego de la muerte del popular locutor. Ese periodista deportivo y relator de fútbol durante décadas, que cobró fama por la oratoria florida vacía de sentido pero repleta de emoción, ahora resulta ser una especie de héroe de la saliva malgastada, de mártir de la fealdad hecha verbo. Mi madre -que sabía de hijos y de madres- siempre advertía, al escucharlo: este es un apollerado. Lo detestaba desde que una vez, en una entrevista, Martínez comentó que se había casado a escondidas de su propia madre, a quien le había ocultado su matrimonio hasta la muerte, porque no quería provocarle un disgusto: la señora no aprobaba a su mujer. Lince, mi mamacita detestó a Martínez y, con él, detestó sus comentarios sobre las gestas deportivas (le llamaba esférica al balón, decía frases como "jugamos como nunca y perdimos como siempre", ensalzaba los llamados "triunfos morales"), y cobró venganza apodándolo "el pelotero marciano", o "el feto del demonio" (mi madre era creativa en el insulto y sagaz con las imágenes)"
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